Activistas
Cristina de Diego, artista
En busca de la democratización del arte
12/06/2020
Blanca Abella
El azar ha jugado una baza importante en la vida de Cristina, o los designios de Dios, según apunta ella, que se declara creyente y hace referencias continuas a la fe cuando sus caminos han tomado derroteros inesperados. Su espíritu optimista y luchador ha contribuido también a su felicidad, que la plasma ahora en luminosos cuadros donde expresa sentimientos generosos. Cristina cambió de vida a partir de los 21 años tras perder la vista casi del todo, pero eligió luchar y vivir feliz, además de trabajar para lograr que el arte accesible sea una realidad para todas las personas.
Tuvo una infancia normal, al igual que la adolescencia, a pesar de que con 11 años le diagnosticaron una diabetes mellitus tipo 1. Fue también a una edad temprana, a los 21, cuando su vida daría un vuelco: “Un día empecé a ver todo de color rojo y cuando mi madre me llevó al médico, me dijo que tenía una grave enfermedad, aunque me trataron con la mejor tecnología de esa época, no es lo que hay ahora y sabía que todo me llevaba a una ceguera. Fui perdiendo la vista paulatinamente, aunque me mantuvieron un pequeño resto de visión con el que pude acabar mi primera carrera de Derecho y luego trabajar hasta 2006 como abogada”.
Y resume así de rápido y sencillo unos años en los que la vida le cambió por completo, aunque nunca consiguió frenarla. Cristina necesitó ayuda en su nueva vida y se afilió a la
ONCE: “Me dieron herramientas para estudiar de otro modo, lo hice con grabaciones porque no pude aprender braille porque no tenía la sensibilidad en los dedos para el braille, no tenía conexión cerebro/braille y en la ONCE me dijeron, bueno, tú tienes oído y eres muy lista así que vas a tener que aprender de oído”.
Eran tiempos extraños y difíciles, y apenas sin darse cuenta pasó, como ella relata, de conducir a no poder salir de casa. “Parece que se te viene el mundo encima”, asegura Cristina con un tono de asombro, más que de pesar, porque en ningún momento se muestra abatida ni asoma en la conversación resquicio alguno de derrota.
Los técnicos de rehabilitación básica y visual de la ONCE le enseñaron a andar con un bastón, a asearse, cocinar, coger un autobús, bajar al metro y también a estudiar, primero con telelupa y luego de oído, con libros que le grababan en el CBC. “Fue muy duro, pero lo recuerdo con mucho cariño porque conté con muy buenos profesionales que me ayudaron, junto con el apoyo de mi familia, los médicos y mi esfuerzo, claro; entre todos lo conseguimos”.
Hacer las cosas de otro modo
Al principio iba salvando la situación con una telelupa, pero sus problemas visuales seguían dando guerra. “Tenía muchas hemorragias, muchos meses en reposo con los ojos cerrados, un montón de operaciones, más reposo... Así hasta los 30 años, y tratada por los mejores especialistas, de hecho, gracias a eso mantengo todavía un pequeñísimo resto de visión”. En cada tregua que sus ojos le daban, Cristina se armaba de coraje y aprovechaba para continuar con su vida: “Podía haberme desesperado, pero no… lo importante es aprender a vivir con esta situación y afrontar esta realidad, vivir con ella y saber cómo hacer las cosas de otro modo”.
Lo consiguió con gran esfuerzo por su parte, “pero tenía un padre y una madre, un hermano y unos primos que no me dejaban desvanecer, porque yo lloraba, porque psicológicamente es… ¿esto es una peli que me está pasando a mí? – pensaba - ¿pero esto qué es?”.
Acabó su carrera de Derecho y pasó además varios veranos en Roma estudiando italiano gracias a una beca que logró con su excelente tarea de estudiante. “Hasta los 36 años parece que mi enfermedad me dio una tregua y estuve trabajando como abogada, pero en 2006, con 36 años, volví a notar que los ojos estaban mal. Tuve todas las complicaciones que puede ocasionar una diabetes, en ambos ojos y en fases avanzadas, aunque yo me cuidaba mucho y el resto del cuerpo estaba fenomenal…”. Y en 2006 un tribunal médico decidió que tenía que cuidarse y dejar de trabajar porque la diabetes le estaba “machacando y todo podía ir a peor”.
“Tuve que dejar de trabajar y cuidarme y en vez de deprimirme, decidí hacer las cosas que me gustaban”. Así que siguió estudiando y optó por aquello que en su juventud no pudo hacer: “Siempre me gustó estudiar empresas turísticas, pero no había estudios universitarios hasta 2000 y en 2012 empecé a estudiar por placer”. Y fue la mejor estudiante de su promoción. Se graduó con un 9,4.
A lo largo de la conversación telefónica, de manera constante, parece asomar una sonrisa en el rostro de Cristina, al menos es lo que evidencia su voz. Expresa continuamente asombro, sorpresa o incredulidad, pero también una cierta humildad ya que asegura en más de una ocasión que no se siente especial, aunque sí luchadora: “Creo que soy normal pero muy trabajadora”. Y desde luego, muy creyente, pues responde a los contratiempos de la vida con expresiones como: “A lo mejor Dios me está llevando por la ceguera porque puedo aportar algo”.
Un árbol de plastilina y el arte
Las prácticas de la carrera de turismo las hizo en la unidad de ocio y cultura de la delegación de la ONCE en Madrid y ahí fue donde, de nuevo, la vida le sorprendió invitándola a tomar un nuevo rumbo: “Detecté que no había muchos recursos accesibles para las personas ciegas en los museos que visitábamos”. Y recuerda la grata impresión que le causó el Guernica, de Picasso, pero sobre todo lo bien que pudo apreciarlo: “Me quedé impresionada, porque me facilitaron todo tipo de herramientas accesibles y pude verlo muy bien”.
Y buscó un espacio nuevo en su inquieto espíritu para entregarse a una tarea que le apasionaba y que pudo abordar gracias a la colaboración en un proyecto europeo que buscaba precisamente la accesibilidad en las obras de arte. La duración era de dos años, 2017-2019, y Cristina valoró la necesidad de prepararse y así ofrecer un conocimiento más completo: “No sabía nada de arte así que pensé que tenía que formarme y en 2017 solicité admisión en el doble grado de bellas artes y turismo en la Universidad Rey Juan Carlos, y me admitieron”.
La sorpresa llegó cuando se dio cuenta de que además de estudiar, tenía que pintar y dibujar. “Una profesora se sorprendió al verme, con discapacidad visual, pero se dio cuenta de que tenía mucho interés y buscó la forma de adaptar la asignatura”. La profesora es Ruth Remartínez, cuyo nombre será reiterado en numerosas ocasiones por Cristina, que la define como “buena profesora y buena persona”. Y fue en casa, viendo a sus hijos usar la plastilina, cuando Ruth tuvo la gran idea. “Me dijo, mañana trae plastilina a clase”.
Al día siguiente le pidió que dibujara un árbol con la plastilina y la profesora quedó tan encantada con su trabajo, que fue enseñándolo por todo el edificio. Y así es como Cristina expresa ahora su arte, con plastilina, aunque para ella sigue siendo un aprendizaje, no se considera una artista. En su primer curso sacó matrícula de honor en pintura y notable en dibujo. En el segundo curso le propusieron exponer sus trabajos y rechazó algunas invitaciones que no contaban con la accesibilidad necesaria. “Elegí al final un sitio totalmente accesible para exponer y tuvo mucho éxito”.
Y así como se muestra agradecida a las personas como Ruth, también quiere dejar testimonio de los problemas que se ha encontrado a menudo en la universidad por la falta de accesibilidad: “Las unidades de apoyo a las personas con discapacidad, al menos en la
Universidad Rey Juan Carlos, en mi caso, no funcionaron. Saqué Turismo y con buenas notas, pero nunca me ayudaron, fueron los profesores y mis compañeros los que lo hicieron. Y cuando empecé a estudiar el doble grado en bellas artes y turismo, pasó lo mismo. Me ayudó la coordinadora de manera personal, pero la unidad de apoyo ni siquiera respondía a los escritos que enviaba”.
Este curso, por cuestiones de burocracia y algún problema a solucionar, los estudios han quedado a un lado, pero Cristina sigue pintando y ha dedicado s última obra a las víctimas de la covid-19. “Es un homenaje a todas las personas porque a todos nos ha cambiado la vida”. Y sigue trabajando en
su página web, donde quedan recogidas sus obras y todo lo que puede aportar sobre turismo accesible, básicamente de su experiencia durante dos años en el proyecto europeo.
“Mi objetivo ahora es que se den cuenta los museos, las instituciones y demás organismos, que si son socialmente responsables deberían hacer accesibles no solo sus edificios sino al menos algunos de los recursos que se exponen porque de qué sirve un edificio accesible si una persona ciega no tiene un solo cuadro adaptado”.
Y así sigue Cristina, luchando y disfrutando, a pesar de la Covid.19, de su diabetes y las complicaciones añadidas, y de todo lo que la vida le quiera dar, porque ella es feliz y así lo afirma: “Soy feliz porque hago cosas que me gustan y lo que más me gusta, además de estar con mi familia y mis amigos, es expresar mis sentimientos pintando con mis dedos y plastilina; pinto lo que me sale del corazón, no es una profesión y me dedico a ello por casualidad, porque me gusta y expreso mis sentimientos”.